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» Este artículo corresponde a la Edición del jueves, 09/ene/2020 de La Auténtica Defensa.

Dominicius
Por Omar Morgante





Omar Morgante

Nunca me gustaron los perros. A pesar de los reiterados pedidos de mi esposa durante años jamás había aceptado tener un perro. En plena vejez me llegó la hora de capitular. Hace tiempo llegó Dominicius, un caniche blanco, parecido a un cordero. El nombre se lo puse yo.

Nuestra vida cambió de manera rotunda. El animal fue un sol para Leticia, se instaló al instante en el centro de su universo. Ella toleró estoicamente que el animal destrozara una lista interminable de objetos.

Para mí fue el lado oscuro de la luna. No me gustaba su presencia. Cuando nos quedábamos solos se percibía en la atmósfera un aire de creciente tensión. Yo permanecía en mi sillón leyendo algún libro, escribiendo mis comentarios en el margen mientras él, agazapado con la trompa en el suelo, levantaba la vista en posición de caza; de a poco se adelantaba y cada vez se iba acostando unos centímetros más adelante hasta reducir mi parte a la mínima expresión.

Luego, llegaba Leticia, entonces el perro era capaz de mover el mundo con su cola.

Nos habíamos conocido por casualidad, viendo Ladrón de bicicletas, en un ciclo de películas sobre el neorrealismo italiano. Al salir fuimos a un barcito en una cortada. Y ya no pude dejar de pensarla.

Llevábamos muchos años de matrimonio, tuvimos buenas y malas épocas. Nuestro único hijo vive en Nueva York. La última vez que lo vimos, fue el año que nevó inesperadamente en Buenos Aires. Ella pronto viajaría.

Leticia fue una hermosa mujer, lo es todavía, con el tiempo la vejez fue atenuando su semblante, sus pómulos se fueron aplacando dando paso a la serenidad, y se volvió tan lenta como un atardecer de otoño. Si envejecer entristece, ver envejecer a la mujer amada entristece todavía más.

El perro siempre tuvo un apetito voraz y, día a día, su hambre aumentaba tanto como su cuerpo. Me pareció que nuestras raciones de comida decrecían en la medida que crecían las de la bestia. Se había vuelto hosco conmigo apenas dejó de ser un cachorro; en verdad, el sentimiento era mutuo, el constante combate de dos voluntades.

Mi esposa le había enseñado a hacer sus necesidades sobre una pequeña alfombra. Ahora marcaba territorio con su orín. Si alguien hubiera podido ver las marcas, se habría dado cuenta de que mi espacio vital quedaba reducido al sillón y a unos pocos centímetros alrededor.

De noche mirábamos alguna película o leíamos. Otras noches, yo me dedicaba a estudiar partidas célebres de ajedrez, ella, en silencio, pintaba paisajes con sus acuarelas. Hablábamos poco y no discutíamos por nada, la rutina nos daba la calma de la resignación. El perro en el centro del living rezongaba durmiendo. Aunque atento, ante cualquiera de mis movimientos, levantaba el hocico y la lengua le barría la baba de un lado a otro de la boca.

Algunos viejos sabemos irnos con dignidad. No me gusta contarle a nadie mis temores y menos a mi esposa. Nadie, ni siquiera yo, sabe las cosas que voy dejando perdidas en mi memoria.

Dominicius me preocupaba, con el tiempo su tamaño aumentaba geométricamente. La sombra de la bestia, al atardecer con el crepúsculo en la cola, por detrás de la ventana del balcón, adquiría el porte de un Dogo de Burdeos. Y su ladrido resonaba desde dentro de una oquedad de caverna.

El día que llegó el pasaje que envió Luciano para Leticia, no pude evitar sentir una opresión en el pecho, mi voz pasaba por un túnel cada vez más angosto y hablar me costaba mucho trabajo, no obstante disimulé.

Empecé a dormir con mi linterna en la mesa de luz. Despertaba sobresaltado a mitad de la noche y la encendía. A la mañana recibía los reproches por no usar el velador.

Leticia preparaba su viaje y hablaba con Nueva York varias veces por día, consultando posibles contingencias, desde el clima hasta el precio de las manzanas. Así de meticulosa era mi querida esposa.

La bestia sabía, de alguna manera intrincada, que su dueña partiría. Estaba inquieto, pero la seguridad en sí mismo crecía tanto como su desmesurado cuerpo.

En mi escritorio había una lista con instrucciones, dejada por Leticia: limpiar la alfombra del perro, darle dos raciones diarias de alimento, no dejarlo sin agua para beber, cepillar su pelo. Ahora la lista estará tirada, convertida en un bollo, vaya a saber Dios dónde.

Mi esposa estaba radiante al momento de partir. Me llamaría por teléfono ni bien llegara. Acarició la cabeza del animal que la despidió con los honores propios de una reina. En un momento, la bestia se dio vuelta para mirarme con sus ojos en un destello en el límite de la furia, luego volvió a girar mutando su semblante.

Leticia me dejó un largo beso y terminamos abrazados. La miré largamente y miré el vacío que quedó, hasta dejar de escuchar sus pasos rumbo al pasillo que lleva a la calle.

Sin ella, me sentía endeble, incapaz de realizar las cosas elementales, mínimas para sobrevivir en una casa. El perro me dejaba poco oxígeno, tuve la idea de matarlo. Mis malos pensamientos circulaban por mi mente a toda velocidad.

La bestia comía en la cocina. Sobre el plato de acero inoxidable se reflejaban sus dentelladas. Era gigantesco, tuve la impresión de que muy pronto no podría pasar de una habitación a otra.

Entré en la cocina, tratando de hacerme muy delgado. El perro de reojo gruñó y siguió masticando. Abrí todas las hornallas y la tapa del horno. Cerré la puerta de un golpe.

Perseguido por la sombra de Dominicius, caminé durante horas con el solo apoyo de mi bastón hasta que la linterna se apagó.

Estoy en un café, en algún lugar de Buenos Aires, cuyo nombre olvido.


 
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