Este 16 de abril se cumplieron dos años de la muerte de Oscar Serrano. A modo de homenaje publicamos uno de sus trabajos:
"MONICA"
Para Mónica, con todo mi amoroso recuerdo.
Cuando Mónica murió, pidió volver junto al que amaba. Pero no se podía retornar con la apariencia original. Y debió hacerlo en forma de de una ligera e insistente polilla.
Llena de frenesí Mónica voló frente a la cara contristada de Gregorio. Y la mariposilla debió escapar una, dos, tres veces, siempre velocísima, flirteando con la mano descomunal, pues Gregorio trataba de matarla sin comprender que regresaba.
A ella, empero, la conformó encontrarlo así de apuesto, tan profundo y sensible, ahora apenado hasta el desconsuelo por su partida. Y de nuevo una, dos, tres veces, se escabulló de las zarpas rápidas; mas al verlo regresar a la calma, tornaba ella a encaminar el vuelo hasta el rostro de reflexiva pesadumbre. Y al fin, ya sin poderlo reprimir, descendió raudamente hasta posarse sobre las páginas que Gregorio leía sin interés. Deseaba que la advirtiese, que la reconociera a pesar de las desmedidas diferencias. "Soy yo, Mónica", le dijo. Más él, en rápido e inesperado movimiento, la atrapó entre las hojas cerradas con violencia. Entonces los dolores fueron insoportables mayores a los de su muerte anterior.
Sin embargo su última sensación (la que prevaleció a la agonía y al desmayo de la segunda muerte), fue el indescriptible agrado sentido al contacto de la mano nerviosa, apartando de las páginas su anatomía de enfadoso insecto volador.
Como Mónica amaba tiernamente a Gregorio, insistió -una vez allá- en querer regresar; pero al ser la forma imprevisible, lo hizo esta vez en la configuración de una ágil y temblorosa araña de patas finas como hilos.
Desde el cielorraso del cual ella pendía, lo vio deshecho en llanto, hipando y contorsionando la cara de manera desoladora.
¡Cuánto la había amado! ¡Cuánto la amaba todavía! Cómo era posible que el torbellino de tiniebla que la reatrapaba, no comprendiera ese intenso deseo de volver, de estar al costado de su hombre, yendo a su vera por caminos de hierbas tempranas, con colores perfectos, lustrados por el rocío que mojaba la felpa de sus pequeños pies. Y entonces movió sus arácneas patas de finura, en el límite justo donde el aire se quiebra en equilibrio; estremeció las herramientas de los garfios, ajustó inexperta los ojos microscópicos al brocado visual, y enseguida comenzó a descender por un hilo fabricado de nada, invisible en medio del humo embriagante y azul del tabaco. Así, al cabo de un largo y arduo minuto, estuvo frente a él, oscilando a la altura misma de sus ojos, moviendo acuciosamente las patitas, expresando en tardos movimientos de ballet que ella estaba una vez más a su lado. "Soy yo, Mónica", la removió al aire blando por delante de los ojos con lágrimas. Y él vio a Mónica casi sin pretenderlo, y en su gesto de asombro ella creyó al fin ser reconocida. Y de nuevo se sintió a su lado, -aunque ahora, en esta tan diferente condición de araña, debiera limitarse a andar por la solapa de su chaqueta o por sus palmas extendidas-. Y Mónica cerró los ocelos arácnidos, dejándose estar, columpiada en el movimiento del aire que era la respiración e aquél a quien amaba. Y de esta manera no advirtió cambios en el rostro de su adorado, y la destrucción sobrevino abrupta, con la muerte poderosa retornándola en un dolor más grande que todo lo abarcable.
Otra vez, en un instante, fue devuelta a la espira de obscura dentellada, a la no-forma, al no-ente donde ella persistía en ser Mónica; y, ya librada de las últimas sensaciones del dolor, insistió en regresar de cualquier manera y la nueva forma llegó hasta ella casi sin advertirla. Movió las alas rápidas, transparentes, pequeñas. Su diminuto cuerpo negruzco descansó sobre el hombro de Gregorio. A través de las patitas laboriosas llegó s su constitución hipersensible el trepidar del corazón masculino; la bomba poderosa impulsaba la sangre acongojada de quien tanto la amaba. Correteó satisfecha por el pecho de Gregorio; allí los latidos fueron parches ensordecedores. Sorteó la mano desganada, que trataba de apartarla, y voló hasta el libro cerrado. De allí enderezó al respaldo de la silla más próxima, y saltó -luego del apetente restregar de las patas delanteras - a la patinada superficie de la mesa del comedor.
Se llegó hasta la taza servida y fría donde sorbió desaforada. Tenía hambre. El la ahuyentó y aunque ella sintió tremendos deseos de quedarse, algo más fuerte la hizo esquivar el movimiento amenazador. Fue hasta él y correteó por su cara. ¡Oh, qué placer! Mojo las patitas en la humedad de las lágrimas. Soslayó la mano obstinada y volvió a la nariz aquilina, varonil, El corto instante de su permanencia fue suficiente para descubrir los enrojecidos ojos de quien ha llorado sin cesar. Salió de allí evitando la mano antaño dedicada a recorrerla en tiernísimas caricias, mas se posó enseguida en la boca tantas veces estremecida con su nombre. Fue un instante Casi no había detenido el vuelo cuando se remontó y voló más y más complacida, y -luego de hacr un remolino de cabriolas con sus idas y vueltas de alegría- volvió a la cara del amado Gregorio, a pasear por las mejillas tantas veces apretadas a ella, y a las que Mónica tocaba apenas con la boca o la lengua cuando lo veía reacio a despertar por las mañanas. Eludió la mano siniestramente encaminada y escuchó mascullar cosas no entendidas en la gustosa voz de Gregorio. Sin poder reprimirlo, en un arrebatado sentimiento, paseó por las puntas del cabello renegrido, caminó por la frente ceñosa, escapando una y otra vez a la mano tan próxima. ¡Debió reconocerla. ¡Ella era Mónica! ¿No advertía sus intentos por estar de nuevo junto a él, por acariciarlo y dejarse acariciar con esa mano ahora quizás inapropiada a un ejercicio semejante? Posó en el antebrazo de vellos relucientes y miró en derredor. Sintió el vago estremecimiento de otrota recorriéndola, con una inmensa, envolvente y fruitiva caricia. Vio alzarse el brazo opuesto, la mano desplegada, mas a ella le importó el rostro. El hombre que tanto la había amado y la amaba, la miró con fijeza. La apenas perfilada e inmóvil sonrisa preanunció el final reconocimiento. Fue una curva de agrado en mitad del gesto entristecido. ¿Podía significar que era nuevamente bienvenida? ¿Estaría a la vera de su señor para siempre?...
Cuando quiso huir - sin de veras quererlo-, la mano se desplomó de manera terrible. No murió completamente porque calzó en el hueco dejado por los dedos, pero el golpe la dejó tan maltrecha que la muerte -ya perdida la mota de su cuerpo entre el tamo y las fibras desmedidas de la alfombra- no tardó en llegar y devolverla a la brumosidad de lo increado.
Lo amaba, cuánto lo amaba; su amor no podía morir… Mas ella era un ente temeroso de las muertes reiteradas. Y fue así como Mónica, pese a su deseo, no se atrevió esta vez a volver. ¡Lo amaba, lo amaba; deseaba estar con él, eternamente con él! Pero ahora se dejó atrapar por el remolino de potente y compacta tiniebla. Se sintió disgregar suavemente por el viento abrasivo; los finos átomos de su alma alejándose los unos de los otros, todos cargados de aquel inmenso amor, dispersados para conformar otras almas, hasta que dejaba de ser, hasta que finalmente dejaba de amar.
En el último ramalazo de conciencia, la consoló pensar que seguiría viva en la mente del amo, que él podría olvidar jamás los días felices, cuando ella corría por el campo en busca de las ramas que él le arrojaba para que las trayera, cuando era una perra feliz e incansable, alborozada hasta no dar más de vida, trotando a la vera de su amado señor.
OSCAR SERRANO