"Este canal antes era un pueblo, había gente en cantidad…", relata Don Melgar -habitante histórico del canal Alem- haciendo referencia a los años cincuenta, cuando él llegó a estas islas. Y es que la realidad de hoy contrasta amargamente con este recuerdo de quien se quedó solo en el pago, y los datos de los sucesivos censos la contienen: en 1960 la población de las islas de Campana rondaba su pico en los 2.000 habitantes mientras que hoy no podemos hablar de más de 1.000. ¿Por qué se fue la gente? ¿Porqué no vuelve?
Frente a estos cruciales interrogantesrepasemos primero un poco la historia de nuestras islas con el foco puesto en el "Trabajo", como faro para las siguientes columnas ya que su conquista es el eje para plantear cualquier camino posible hacia un desarrollo genuino del sector.
La actual población del Delta data de finales del siglo XIX, cuando numerosos inmigrantes, guiados por el proyecto "civilizador" esbozado por los ideólogos de la organización nacional de la época, fueron arribando a un paisaje tan rico como inhóspito, para avocarse primero a la fruticultura familiar y luego de lleno a la explotación forestal y ganadera. Cuerpos escapando de la guerra y del hambre. De la revolución industrial europea a la soledad del frío invierno del delta bonaerense, a su verano de mosquitos y a integrarse a la memoria del barro.
La región se afianzó con una trayectoria cambiante a nivel productivo y demográfico, signada por su inevitable adaptación y la dependencia a los macro-procesos regionales y nacionales, en función del aprovechamiento de sus vastos recursos naturales. Para mediados del siglo XX, el sector ya gozaba de un auge nunca visto. El aumento de la población fue de la mano del incremento de la cada vez más rentable producción frutícola, en un lugar donde todo lo producido se destinaba al mercado interno nacional. Esta bonanza no fue pasada por alto por un Estado que implantó la infraestructura básica en materia de educación y salud, creando escuelas primarias y unidades sanitarias. Para el traslado y abastecimiento de esos primeros pobladores y sus familias, fueron llegando los servicios de lanchas de pasajeros y de provisión, que recorrían incansablemente los canales.
Poco a poco las crecientes, poco a poco el desinterés nacional en su potencial productivo, poco a poco una suerte de olvido inundó las islas y el crecimiento económico que la industrialización fue dando a la zona continental no acompañó al desarrollo del sector insular, y marcó una distancia cada vez mayor entre la pujante ciudad y su verde pulmón, cuya suerte y la de sus habitantes fue echada por la borda. La desinversión estatal y privada, la competencia de nuevos mercados, el avance de las rutas terrestres a nivel nacional y la ausencia de interés del gobierno en mantener a flote al sector, se sumaron a las inclemencias climáticas, con intensas crecientes que agravaron estas desventuras y terminaron desalentando por completo a muchos isleños que decidieron interrumpir sus proyectos. De esta manera una generación entera cerró la puerta y marchó a un exilio masivo hacia la ciudad. El delta fue prácticamente abandonado, se diluyó cualquier intención de retorno futuro, y retomó entonces ese primer origen de territorio marginal y de tránsito.
Hoy la región se identifica como "núcleo forestal", para abastecer primero a la industria celulósica-papelera nacional, con unidades productivas extensivas y concentradas en pocas manos.
Aquellas esplendorosas plantaciones frutícolas se fueron perdiendo para dar paso al monocultivo de salicáceas: álamo y sauce. Con el descenso de la población establecida con vivienda permanente, se produjo un déficit de servicios de transporte, proveeduría, salas de primeros auxilios y, fundamentalmente, de un vínculo aglutinante como es la constitución comunal o vecinal. En este duro camino del núcleo familiar frutícola al patrón forestal, se vislumbra un panorama socioeconómico dividido muy despropor-cionadamente, que golpea entre dos regímenes de producción: el de economías locales de subsistencia y aquellas de tipo capitalista.
"Con el mimbre se vive, con la madera se acumula", esta ecuación básica, que signó la vida del isleño por años, debe ser dejada atrás para dar un salto cualitativo al bienestar, potenciado desde la pequeña escala y necesariamente impulsado por una impostergable intervención estatal.
Paradójicamente, en una zona que posee miles y miles de hectáreas cultivadas, nos basta una mano para contar los aserraderos a pie de monte (de vital importancia en la cadena de valor al evitar gastos de transportes innecesarios y emplear la mano de obra local) que apenassi alcanzan el primer eslabón de las manufacturas con la elaboración de tablas. Mayormente, la madera local viaja en bruto sobre camiones y barcazas al Tigre y San Fernando para ser procesada y agregarle ese poco valor afuera. A su vez, la incipiente pero potente producción de muebles de álamo queda fuera de juego por falta de marketing.
El mimbre, victima también de la concentración económica y de su caprichosa dependencia a un manejo eficiente del agua, parece extinguirse en el recuerdo de un antiguo cesto dejado en la baulera, si bien todavía quedan desperdigados algunos isleños e isleñas resguardando y reproduciendo estos saberes. Mientras tanto la producción de miel, hortalizas y cítricos, luego de lidiar con las crecientes y las mezquindades del transporte, no llega mucho más lejos de la frontera del Paraná y queda mayormente para consumo familiar. Al parecer las vacas, en su corto tramo de vida entre las abundantes pasturas del Delta y el matadero en continente, y frente a la inmediatez productiva que representan sus vidas en comparación con la década infructuosa del álamo, son las únicas con alguna perspectiva de valor futuro, si bien todavía la actividad ganadera no se recupera de la última gran creciente del pasado año.
Informalización laboral, inestabilidad económica, desorganización.Una mayor oferta de capacitación en oficios, facilitación de herramientas y maquinarias y financiamiento a emprendedores.Estos son algunos de los puntos pendientes en la política pública insular que hacen tambalear cualquier tipo de iniciativa laboral y que no necesitan más que planificación social. No requiere ningún descomunal desembolso de dinero sino simplemente un equipo de funcionarios y gestores públicos con ideas pro-activas para manejar los recursos disponiblesy facilitar cuestiones comunicacionales, de logística y de formalización laboral, entre otras.
Los albores civilizatorios occidentales de nuestro Delta se dieron con gringos arrojados a estas islas sin más recursos que lo puesto y con todo un monte por explorar, donde levantaron palacios. Hoy el panorama es distinto: el monte tiene dueño y nosotros mayormente nos olvidamos cómo crecer con él. Pensar en repoblar el Delta está vinculado directamente a fomentar el trabajo como ancla hacia la estabilidad económica y como lazo invisible de integración comunal, soldando así los rotos eslabones de esa cadena de economías vinculadas de antaño. Y es recordar que el mercado interno perdido somos todos nosotros. Entre otras cosas, apoyando el consumo de productos y servicios isleños mantendremos vivo su patrimonio cultural y quizás el día de mañana podamos también elegir a la Isla como nuestro lugar en el mundo para vivir.
El Delta del Siglo XIX se pobló con cuerpos escapando de la guerra y del hambre. De la revolución industrial europea a la soledad del frío invierno del delta bonaerense, a su verano de mosquitos y a integrarse a la memoria del barro.