Cuando era niña veía cómo mi madre tiraba a la basura los regalos que no le gustaban, con el fin de "no propagar el mal gusto". A alguien le puede servir, pensaba, a alguien le puede gustar. No había caso, sin escala terminaban en el tacho, con caja, moño y toda la parafernalia. Lo elegante, lo bello y la calidad son factores discutibles. Antes se compraba un abrigo "para toda la vida". En la actualidad, nadie piensa en morir con un tapado de marca puesto. El concepto de renovación, de levedad, los nuevos tejidos, cortes, modelos, sea en la indumentaria como en las cabelleras, en los sillones o en los objetos de cocina han hecho la vida más simple. Las pieles sintéticas eran consideradas de mal gusto, las compraban quienes no podían acceder a las verdaderas. Hoy son el hit de la temporada. Lo mismo sucedía con las joyas y la bijouterie. Hoy nadie piensa en matar a un oso para cubrirse con su piel. Ese pensamiento antiecologista resulta de mal gusto. Pocos son los hombres que usan gemelos de oro o marco de plata en los anteojos. No obstante, nadie escapa al demonio de tasmania, a la virgencita nevada y al souvenir de arenas brasileñas. Las regalerías chinas de todo por dos pesos son la cumbre de la desesperación para quienes tuvieron madres como la mía.
Sin volverse un fashion victim, hay que tratar de no desparramar la chabacanería, la baratija y los regalos por obligación. En lo posible, llevar eso al terreno de las palabras, traductoras fieles de nuestras emociones. Si no hay nada que regalar, con un abrazo es suficiente. En el caso de que no haya nada que decir, compartir silencios es una verdadera delicia.
Fabiana Daversa
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