Interrumpió una linda seguidilla de pensamientos ilusorios que venía maquinando hacía varias cuadras: ¿Tenés algo para darme? Saqué del bolsillo un billete justo para la ocasión, el hombre en situación de calle me miró a los ojos, sonrío y agradeció. Tenía la misma expresión en la cara que mostraban las mujeres cuando de chico ponía algún billete en la bolsa de las ofrendas en misa. Recuerdo que los domingos, si después de misa íbamos a la casa de la nona, se jugaba a hacer una misa. Poníamos unas sillas en el garaje de la casa de la nona, había sacerdotes o sacerdotisas, no importaba eso, cada uno tenía un rol. En una compotera de acero inoxidable poníamos papas fritas, el que hacía de monaguillo con un platito de esos para el té cuidaba que durante la comunión no caiga algún pedacito de papas fritas al piso. El cáliz era un vaso de gaseosa (muy poca) que solo tomaba el que hacía de Sacerdote y algunos de sus colaboradores. Cantábamos, tienen buen swing las canciones de la iglesia, son muy pegadizas. Los que encargados de recolectar las ofrendas, iban silla por silla con una bolsa en la que poníamos papeles de caramelos o de pedazos de diarios, también nos dábamos la paz y hasta había avisos semanales. Recuerdo que siempre, uno de los más chicos hacía de niño que llora en la misa, incluso salía del garaje por un ratito con su asignada madre y después volvía calladito, sin llorar. La parte que más me gustaba era cuando cantábamos, mientras hacíamos la fila para tomar la comunión, me hacía sentir bien eso. Creo que la iglesia debería considerar seriamente hacer misa con papas fritas y gaseosa.