En el libro “Cantos de Vida y Esperanza" publicado por el nicaragüense Rubén Darío en 1905, gran parte de los 59 poemas que lo componen recorren la temática de la duda, la angustia existencial, el misterio de la fe y la agnosis, el amor, el desenfreno y la virtud del arte para poder canalizar las pasiones. Cada poema, cada estrofa y cada verso nos va llevando a una introspección propia del autor, que ineludiblemente va arrastrándonos hacia nuestras más profundas emociones, sobre todo las vividas en nuestra juventud; con una estética impecable del máximo exponente del modernismo literario hispanoamericano.
En el sexto poema, “Canción de otoño en primavera", Rubén Darío expresa: “Juventud, divino tesoro, / ¡Ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro... / y a veces lloro sin querer..."; que se repite en cinco de las 18 estrofas, remarcando la ambigüedad de sentimientos que la juventud despierta y que, como sabemos, muchas veces hace transitar al adolescente por caminos de oscuridad donde siente que no existen salidas, sean cual fuere la magnitud de los problemas.
La modernidad, lejos de dar soluciones a estas situaciones relatadas en aquellos poemas de comienzos del siglo XX, los ha acentuado. La sociedad de consumo, los procesos de autoexigencia que tan bien expresa el filósofo coreano Byung-Chul Han en el libro “La sociedad del cansancio", hacen necesario contar con herramientas y dispositivos de contención para estos procesos ineludibles de los jóvenes, buscando espacios donde canalizarlos, sobre todo, rodeados de sus pares para sentirse protegidos y comprendidos; una difícil tarea en donde el Estado debe estar atento, presente y creativo.
Mi hija menor se ha visto atraída desde muy temprana edad por la música. Sus primeros pasos fueron por la guitarra, luego descubrió su enorme atracción por los elementos de percusión y tuvo su primer batería, que luego cambió por otra más profesional. Pero su interés musical nunca se detuvo y acudió a clases de violín, incursionó en el bajo y también experimentó de manera autodidacta en el piano.
A principios de 2018 decidió anotarse en la Escuela Municipal de Música, un proyecto dentro de Espacio Campana Joven del Municipio, que funcionaba y funciona en Liniers 865, frente a la UTN. Cuando me comentó me pareció bien que comenzara a concurrir, ya que no dejaba de ser parte de esta dinámica normal que ella eligió recorrer de acercarse a la música y si bien varias veces la llevé hasta la puerta, un poco por su estilo reservado y otro por el famoso “el tiempo es tirano", no terminé de impactarme demasiado por su elección.
A mediados de ese mismo año, ya con varias clases en su haber y a su manera (como quien no quiere la cosa), me comentó que hacían una presentación al aire libre y que ella iba a ser parte de los que interpretarían un instrumento, en este caso la guitarra eléctrica. Así que con mi esposa decidimos concurrir esa tarde a la Escuela Municipal de Música, conocimos sus instalaciones y realmente fue una grata sorpresa.
Además de contar con una infraestructura notable, salas acústicamente preparadas, instrumentos nuevos y variados y una decoración atractiva, al lugar asistían más de 150 alumnos de variada edad, entre 12 y 25 años. Todos expresaban un entusiasmo que se reflejaba en su rostro y, recién ahí me di cuenta que ese espacio era de ellos, que había un sentido de pertenencia enorme y un hermoso respeto entre todos. A eso, se sumaba un grupo de profesores que, en su mayoría (por no decir todos) eran parte de alguna movida musical en la ciudad, es decir, referentes de la cultura de Campana; a los cuales yo conocía desde hacía tiempo.
La muestra fue hermosa, el sonido notable, contando con la presencia de funcionarios y del Intendente Abella. Pero más allá de las formalidades para mi fue un despertar, donde entendí que eso no solo era un lugar lúdico donde iba a fluir la música; era ese dispositivo de contención que la sociedad necesita para nuestros jóvenes. Un lugar sin presiones, un sitio no forzado donde la expresión libera la angustia y el dolor se alivia. Un lugar para sanar...
Desde entonces, pandemia por medio, la Escuela Municipal de Música funcionó de manera ejemplar. Lo sé, porque aunque Manuela ha empezado a estudiar en CABA, siempre se ha hecho un tiempo para volver y participar, ya sea en los talleres de guitarra, de bajo o durante el verano en los de ensamble musical. De más está decir que lo hizo de manera gratuita y muchas veces utilizando los instrumentos del lugar, ya que hay material de sobra.
Un tema aparte han sido los cierres de la Escuela de Música, unos eventos llenos de magia donde los jóvenes se expresaron con un gran talento, todos, respetando sus capacidades. Porque dentro del espacio hay quienes se han destacado más que otros, como en la vida misma; pero todos tuvieron siempre su momento para demostrar lo aprendido. Y justamente lo que más resaltaba era la confraternidad, el mutuo acompañamiento y también la presencia de toda la comunidad disfrutando de un digno show.
Este año Manu no está en el país, por esto y solo por esto, no es parte de la Escuela Municipal de Música. Por eso me enteré por redes sociales y no por ella de la apertura 2023, con sus clases de bajo, batería, piano, guitarra y canto. Me pareció genial que Cristian Gigena (Rátola) se halla sumado al staff como coordinador y que la cursada tenga una duración de tres años divididos en inicial, intermedio y avanzado; durante el cual los alumnos se profesionalizarán en instrumentos e incorporarán también el lenguaje musical. Un claro signo que el proyecto lanzado por Sebastián Abella mantiene intacta su vigencia y evoluciona para mejor.
Así como lo expresaba Rubén Darío hace más de un siglo, la juventud es un divino tesoro; que debemos proteger con estrategias firmes, coordinadas y utilizando los espacios por donde ellos se mueven a diario naturalmente. La música es uno de estos sitios y por suerte, en Campana, lo tenemos cubierto.